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sábado, 26 de julio de 2014

Brevísima historia de la novela de misterio (VI)

LA NOVELA NEGRA

        En 1945, tras el fin de la II Guerra Mundial, el editor francés Marcel Duhamel (de la editorial Gallimard) inició una colección de novela de misterio a la que llamó “Serie Noir” (debido al color negro de sus portadas). La editorial inició la colección con aquellos escritores norteamericanos que habían comenzado a publicar, a mediados de la década de 1920, en Black Mask (un pulp magazine: una revista barata y de hojas de poca calidad) una serie de relatos y novelas de crímenes que intentaban ser una oposición a la novela-problema. Autores como Dashiell Hammett y Raymond Chandler impusieron una manera de narrar directa y eficaz, inclinada al behaviorismo, con predilección por los escenarios urbanos, las situaciones brutales, los personajes de baja estofa y los diálogos irónicos y ácidos. Era una manera como otra de enfrentarse a una época de EE.UU. gobernada por la Depresión, el contrabando, los gángsteres y la corrupción poco menos que generalizada. Se les llamó “Tough-Writers” (escritores duros), y a sus obras “hard-boiled novel” (novelas duras (o muy hervidas)); pero debido al éxito de la colección de Gallimard, muy pronto comenzaron a hablar de autores de Serie Negra y, finalmente, de Novela Negra. Eran novelas donde el nombre del asesino era secundario, incluso a veces innecesario, puesto que lo importante era liquidar a cuantos más individuos mejor; al tiempo que se reflejaba una sociedad levantada sobre las arenas movedizas de la corrupción y la violencia.
      Por esas misma fechas el crítico cinematográfico Nino Frank (otro francés, claro) acuñó la expresión “film noir” (cine negro), en clara correlación con las novelas de Gallimard, para referirse a una serie de películas —predominantemente en blanco y negro y producidas por la RKO y Universal Pictures— que mostraban una relación obvia con las novelas de la “Serie Noir”: El halcón maltés (1941) de John Huston, El sueño eterno (1946) y Scarface (1932) ambas de Howard Hawks, o Al rojo vivo (1949) de Raoul Walsh, por poner algunos de los ejemplos más relevantes. De este modo “cine negro” y “novela negra” se encontraron en un mismo punto de inflexión y sus denominaciones se entremezclaron para terminar reafirmándose.
     El agotamiento de la novela-problema (la monotonía y repetición de situaciones, la artificiosidad de sus tramas; las complicaciones de las coartadas y de la “tramoya criminal”) fue un factor determinante para el surgimiento de la Novela Negra. En el prólogo a The Second Shot (1930), Anthony Berkeley —uno de los abanderados de la novela-enigma— escribe de manera profética:

     Personalmente estoy convencido de que los días de la vieja, pura y simple novela-enigma —sustentada enteramente sobre una trama y sin ninguna concesión a los personajes, el estilo o incluso el humor—  están en manos de los lectores. Y estoy convencido de que la novela policiaca está ahora en un proceso de desarrollo que conduce a una novela interesada con el detective o el crimen, atrapando a sus lectores menos con las matemáticas y más con los elementos psicológicos. El enigma, sin ninguna duda, permanecerá; pero devendrá en un enigma de caracteres (personajes), más que en un problema de tiempo, lugar, motivo y oportunidad.

       Esta cita está extraída de Howard Haycraft, Murder for Pleasure. The Life and Times of the Detective Story, Carroll & Graf, New York, 1984. p. 147. Publicada en 1941 es, tal vez, el mejor estudio sobre la novela policiaca

         En los años de mayor éxito de Van Dine —modelo de la novela-problema— aparecieron las novelas de Hammett —padre de la Novela Negra—: el libro de relatos El gran golpe (1927), Cosecha roja (1929), La maldición de los Cain (1930), El halcón maltés (1930), La llave de cristal (1931) y, finalmente, El hombre delgado (1934) —la más alejada de los postulados iniciales y más próxima a la novela-enigma—. Y a partir de él la lista comienza a crecer: Donald Henderson Clarke (Un hombre llamado Louis Beretti, 1929); William R. Burnett (Little Caesar, 1935 y La jungla de asfalto, 1937); Horace McCoy (¿Acaso no matan a los caballos?, también llamada ¡Bailad, malditos!, 1935); James Hadley Chase (El secuestro de miss Blandish, 1939); James M. Cain (El cartero siempre llama dos veces, 1934). Y finalmente el otro gran puntal de la Novela Negra: Raymond Chandler quien, aunque había comenzado a publicar sus relatos en Black Mask en 1933, no será hasta 1939 cuando cree al detective Philip Marlowe en El sueño eterno y, con el rostro de Humphrey Bogart, se convierta en una de las figuras más emblemáticas del Séptimo Arte.

viernes, 18 de julio de 2014

EL VIENTO DE LA LUNA: un necesario retorno al hogar.


   Desde que Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) se costeara la edición de su primer libro —El Robinson urbano (1984)— hasta la publicación de esta novela (que no es la más reciente) han pasado veintidós años. Durante esas dos décadas, el autor andaluz ha ido acumulando premios —varias veces el Nacional de Literatura y el de la Crítica; un premio Planeta; numerosos premios en el extranjero— y aumentando su producción a un ritmo poco menos que frenético: han sido 26 volúmenes los que han aparecido bajo su nombre. Una cantidad nada desdeñable. En esos títulos encontramos doce libros —casi la mitad de su producción— dedicados a compilaciones de artículos, reseñas, conferencias y ensayos; otros dos títulos que recogen sendas colecciones de cuentos; y por último, la obra novelística abarca doce tomos que van desde Beatus Ille (1986) hasta El viento de la Luna (2006).
    A pesar de todo ello (los números, desde luego, abruman un poco), el seguidor de Muñoz Molina no dejará de advertir que desde hace casi diez años —en concreto desde la aparición de Plenilunio (1997)—, el escritor ha andado algo perdido. En otras palabras: podríamos decir que no había publicado una novela “de verdad” hasta la aparición de la que ahora nos ocupa. Ni Carlota Fainberg (1999) puede considerarse como tal —y más teniendo en cuenta que es una ampliación bastante forzada (y nada lograda) de un cuento de 1994; ni el ejercicio estilizado y retórico que es En ausencia de Blanca (2000) consigue adquirir la categoría de novela completa, redonda, sino más bien la de extenso relato fallido; ni, por supuesto, mucho menos Sefarad (2001) que, presentada como «Novela de novelas» no deja de ser un grupo de relatos, ambiciosos sí, pero lejos de poder ser considerados como una novela “real”.

El pasado como salvación.

    Si Plenilunio marcó el final de una primera etapa claramente autobiográfica —que tuvo su culminación y cenit en Ardor guerrero (1995)—, ofrecía también el inicio de un nuevo camino en la producción novelística del escritor ubetense que, lamentablemente, no pareció concretarse, que se quedó en una senda angosta y sin salida. Durante casi diez años, Muñoz Molina ha ido dando palos de ciego, sin concretar esa nueva ruta abierta tan genialmente. Tan perdido parece haber estado que, al final, ha decidido volver la vista a su pasado y a su autobiografía, para recuperar el Norte perdido. El viento de la Luna es el retorno a los orígenes —de hecho la obra transcurre en 1969, por lo que podemos decir que es  “anterior” a la acción de El jinete polaco (1991)—, la búsqueda de unos asideros donde sostenerse, donde poder tomar el oxígeno necesario para continuar: no es un paso adelante, sino una vuelta (maravillosa, todo hay que decirlo) a la temática de sus primeras (y mejores) novelas. Como el explorador que precisa regresar al punto de partida para iniciar el nuevo viaje, así el escritor ha retornado a su hogar y a su adolescencia. Más sabio y más dotado literariamente, claro; pero buscando saldar la deuda que quizás no tenía pagada por completo y que le impedía hallar otro camino y otra vía.

Inmovilidad vs. progreso

      Mientras el Apolo XI se dirige hacia la Luna y se posa en ella, el narrador —un adolescente de 13 años— descubre los cambios de su organismo, el crecimiento de su cuerpo y su intelecto; describe la rutina del ámbito rural en el que vive, las carencias de un país frente al logro grandioso que el muchacho contempla en el televisor recién adquirido; los rencores y los recuerdos de una guerra que tras 30 años de su conclusión todavía vive y vivirá siempre en quienes la sufrieron...  Pero sobre todo el retrato sentido y hermoso del padre silencioso y sacrificado, mudamente orgulloso de los intentos de su hijo para emerger y salir de la rutina anquilosada.

    Días antes de la publicación de esta novela le comenté a mi amigo Luis que Muñoz Molina iba a sacar otro título. Me miró muy serio —imagino que al recordar los últimos proyectos del autor—, carraspeó y dijo: «Ya lo sé... y temblando estoy». Pues no te preocupes Luis, cógela sin miedos ni temblores y adéntrate en ella. Déjate llevar por su prosa larga y cadenciosa, advierte que la historia va de menos a más (por lo que no te impacientes), disfruta de su argumento tan lejano y, a un tiempo, tan cercano; y sobre todo deléitate en esas últimas páginas finales, antológicas, que son un broche casi perfecto y también una declaración de principios. Una pátina húmeda se me formó ante los ojos, una pantalla acuosa que casi me impidió concluir las últimas líneas. ¿Qué más se puede decir (pedir) de una novela si esta es hermosa y emotiva?

Antonio Muñoz Molina,
El viento de la Luna,
Ed. Seix Barral, 2006. 315 páginas.

sábado, 12 de julio de 2014

PUERTAS ABIERTAS: los grilletes del poder


    Si hay algo que me sorprende de la obra (por encima incluso de su gran calidad) del italiano Leonardo Sciascia (1921-89) es su escasa repercusión entre la mayoría de los lectores españoles. Y esa sorpresa se acrecienta cuando, al degustar sus novelas, advertimos dos constantes muy acordes con este “Tiempo de la prisa” que nos ha tocado sufrir. La primera de estas constantes es la brevedad; la segunda es la recurrencia, casi única y obsesiva, a la trama policiaca. Pero estos dos rasgos deben ser matizados: la brevedad en páginas no resta un ápice, más bien añade, a la intensidad de la narración, que se concentra. No hay nada baladí. Semejante a aquellos poetas que vieron en los catorce barrotes de la cárcel del soneto un reto para su capacidad inventiva, Sciascia se mueve por la novela corta volcándose por entero, suprimiendo lo superfluo, dejando sólo el grano.
      El argumento de Puertas abiertas (publicada por vez primera en 1987) gira, aparentemente, en torno a un triple asesinato y al posterior proceso judicial. Advertirá el lector que he empleado el adverbio “aparentemente”.  Porque junto a las dos contantes arriba indicadas hay que señalar que el autor italiano gusta de sazonar sus novelas con ideas políticas que debemos leer entre líneas.
      En esta ocasión se ponen sobre el tapete dos cuestiones nada gratuitas: por un lado, el rechazo —por parte del autor— de la pena de muerte, cuestión tan peliaguda que ocupa cada página y sobre la que todo lector tendrá su propia opinión. No obstante, es la segunda intención de Sciascia, quizás menos reconocible, la que merece nuestra atención. El autor expone en su obra la fuerza que ejerce el Poder (en este caso la dictatura fascista de Mussolini, pero creemos que  es extensible a cualquier régimen político) sobre la ciudadanía: no sólo sobre el pueblo llano, sino particularmente sobre los egregios personajes (jueces, políticos, magistrados) que conforman dicho Poder. A lo largo de la lectura de Puertas abiertas advertimos que el Poder corta la libertad (de todos, incluso de aquellos que se sirven de él), ata la capacidad de elegir o decidir libremente. El protagonista de la obra —el juez que instruye el caso—no se halla directa ni personalmente coaccionado por nadie, pero en su fuero interno sabe que el Poder al que representa le impide actuar con libertad; y cuando lo hace, cuando logra pensar por él mismo y no según la Ley, sabe que ese signo de “rebeldía” (o de ruptura de grilletes ideológicos) le va a acarrear una serie de desgracias sin límite.
     He aquí, someramente, el argumento de la novela. En 1937 el mundo cierra hipócritamente los ojos ante la guerra en España. En Italia gobierna, desde hace trece años, la mano firme y bravucona de Mussolini. Aunque el poder y el pretigio del fascismo italiano han decrecido, si no exteriormente, sí en la conciencia de los italianos; la política de Mussolini sigue empeñada en inventar un país donde “se duerme con las puertas abiertas”. Esta apariencia de seguridad se ve cuestionada cuando en Palermo, un oficinista en paro comete un triple asesinato: apuñala a su esposa, a su antiguo jefe (un jerarca fascista) y al nuevo empleado que lo sustituyó en su puesto de trabajo. Es una buena ocasión para aplicar la pena de muerte reinstaurada por el Duce y sus ministros. La convicción de que el detenido va a ser irremediablemente condenado al paredón desencadena curiosas reacciones: la prensa apenas realiza publicidad sobre el caso; la defensa no recurre a la excusa del trastorno o la enajenación mental para salvar a su cliente. Todo parece ya decidido desde que el criminal había asestado las puñaladas a sus víctimas.

     A lo largo de los quince capítulos que componen la novela, asistimos a la reconstrucción de los crímenes, al desarrollo del juicio y, sobre todo, a las dudas y opiniones del juez. La obra presenta una estructura encuadrada: se inicia con una conversación entre el fiscal y el juez antes de iniciarse el proceso judicial; y concluye con una nueva conversación entre los dos personajes una vez la sentencia ha sido dictada. Una sentencia, por cierto, que sorprenderá gratamente al lector y que, como la obra, no defraudará.

Leonardo Sciascia,
Puertas abiertas,
Ed. Tusquets. 132 págs.

miércoles, 9 de julio de 2014

FRAGOR



      El estruendo lo devolvió a la realidad. Salió a la calle. Esperó ver la humareda ascendiendo en el cielo azul de invierno, los gritos de pavor, los coches en llamas, el sonido estridente de las sirenas, las multitudes enloquecidas.

     Nada, nadie: la vida discurriendo como siempre; una pareja cogida de la mano; dos palomas picoteando en la acera; un grupo de niños de vuelta del colegio, con sus mochilas y su hambre y sus risas.
         
        Regresó a la librería.


    
     Unos segundos después escuchó un llanto, luego una risa, palabras de consuelo; más tarde, ruido de espadas, jadeos, cubitos de hielo entrechocando en un vaso, disparos, murmullos, taconeos, un silbido. Se apoyó en el mostrador para no desplomarse. Los clientes continuaban hojeando los libros, de pie, ante las estanterías, leyendo en silencio. O se había vuelto loco o todos ellos estaban sordos. Continuó el fragor, el cúmulo de besos, el chisporroteo de un cigarrillo al encenderse, los improperios, las risotadas, el chirrido de un colchón bajo los embates del sexo, el gatillo amartillado de un revólver. Respiró hondo, cerró los ojos y sonrió. Lo comprendió todo. Bastó con recordar dónde estaba.

lunes, 7 de julio de 2014

NO ACOSEN AL ASESINO


     Asombra, desde luego, el modo en que los escritores cambian y se metamorfosean. José Mª Guelbenzu (1944) había destacado a la temprana edad de 24 años como un firme adalid de la novela experimental; así lo probaba su primera obra; El Mercurio (1968). Luego, con el tiempo, el estilo del escritor y su afán por renovar ha ido limándose. Las novelas posteriores han atemperado el fulgor juvenil e iconoclasta y, aunque la vena experimental nunca ha abandonado al autor madrileño, obras como El río de la luna (1981) y La mirada (1987) son la prueba, sin renunciar completamente a los juegos verbales y las técnicas más arriesgadas ¾El peso del mundo (1999) muestra un diálogo directo y sin acotaciones¾, Guelbenzu ha ido, poco a poco, buscando el orden de la clasicidad. En ese sentido su trayectoria es modélica: el escritor joven quiere e intenta romper moldes y patrones, destruir modelos anteriores para afianzar su estilo; con el paso del tiempo esa energía rompedora se canaliza hacia un orden y diseño clasicista. No es renunciar a un pasado: es cumplir unos pasos, jalonar un camino que conduce a la madurez. Tras los juegos de artificio y los barroquismos idiomáticos, al margen de los vanguardismos formales el orden de la novela policiaca se erige como pendón hacia el que tiende la novela actual. Parafraseando a Borges: en una época de caos, sólo la novela policiaca ha sabido mantener el orden.
     Porque No acosen al asesino es una novela policiaca. Y lo que es más sorprendente: una novela policiaca alejada de la tendencia “negra” de autores como Montalbán o Madrid; y decantada hacia la novela-problema de tradición inglesa (desde Agatha Christie hasta P. D. James). Ya el espacio y el tiempo en el que se desarrolla la acción la acerca a la tendencia inglesa del género: una colonia de veraneantes de la costa cantábrica; durante tres calurosos días de agosto aliviados con alguna que otra tormenta veraniega. Pero Guelbenzu no puede olvidar su vena iconoclasta y plantea una nueva manera de relatar la historia: el lector conoce la identidad del asesino desde la primera página, incluso asistimos a la realización del crimen ¾la degollación de un Magistrado¾. A partir de entonces, la novela sigue los patrones del género: buscar la luz en medio de las tinieblas, hallar el móvil de tan brutal acto... poner orden donde sólo hay desconcierto.
Somos testigos de la investigación de la Juez Mariana de Marco; de los temores del asesino; de las dudas de los vecinos de la víctima. Múltiples voces y múltiples pensamientos se nos muestran formando un mosaico perfectamente engarzado, con una mecanismo de movimientos milimétricos. Sólo al final, cuando somos testigos del desenlace previsible de la obra ¾porque en algunas novelas existe la Justicia Poética¾, advertimos que el asesino ha devenido en la víctima.
      La obra no es, ni creo que lo pretenda, un gran retrato de un grupo de personajes; ni mucho menos una crítica al sistema judicial (aunque alguien pueda pensarlo). La novela sólo pretende entretener y lo consigue. No es, desde luego, la mejor novela de Guelbenzu; pero es un buen ejemplo de cómo hacer literatura digna sin renunciar a los gustos personales y sin olvidar al lector; de cómo para ser buen escritor no hace falta destrozar nada (la puntuación, por ejemplo), ni entretenerse en pajas mentales. Una buena novela es una novela legible... y “relegible”; y ésta lo es.

     El verano parece una estación muy prestigiada para la lectura de novelas policiacas: tendidos bajo la sombra de un parral, con una limonada a mano, dejándose llevar por los vericuetos de la trama. Muchos son los que dedican las horas del verano a la evadirse mediante la lectura de este género. No acosen al asesino no sólo es buena novela policiaca, sino también buena literatura, sus 400 páginas son todo un gustazo.

José María Guelbenzu,
No acosen al asesino, 
Ed. Alfaguara, 2001. 412 págs.

jueves, 3 de julio de 2014

EL HOMBRE VIVO: Chesterton en estado puro



     G. K. Chesterton publicó la novela El hombre vivo en 1912. Sólo un año antes había alumbrado esa maravilla que es El candor del padre Brown; y poco antes la fantasía política El Napoleón de Notting Hill y El hombre que era Jueves —que alguien definió como la novela policiaca y de aventuras metafísica más divertida y asombrosa de todos los tiempos—. Chesterton, pues, ya no es un autor primerizo. Sabe escribir y el lector lo advierte en las primeras líneas de la novela.
    Aun siendo un gran admirador de Chesterton,  no conocía esta obra. La editorial Valdemar nos la ofrece en una edición manejable y cómoda; con una correcta traducción de Rafael Santervás. Siguiendo con las confesiones diré que, aun habiendo leído gran parte de su ingente producción, Chesterton nunca deja de sorprenderme pues posee el arte dificilísimo de convencer, de presentar unos argumentos poco menos que increíbles con una naturalidad tal que los convierte en simples, cotidianos y verosímiles cuando realmente no lo son.
     El hombre vivo es un ejemplo característico del arte de nuestro autor. Dividida en dos partes, en la primera se nos presenta al excéntrico y enigmático Innocent Smith. La acción se desarrolla en una casa de huéspedes donde éstos aparecen como seres grises y aburridos... hasta la irrupción del susodicho personaje. El señor Smith pide matrimonio a una inquilina, quien ¡acepta! ante la sorpresa de todos. Algunos huéspedes opuestos a la boda presentan acusaciones contra el señor Smith: intento de asesinato, robo, allanamiento, abandono matrimonial, poligamia. En la segunda parte, otro grupo convencido de la inocencia del personaje se encargará de rebatir todas estas falsas acusaciones. Y no digo más, so pena de desvelar la sorpresa final que nos depara ese genio que fue Chesterton.
      A los conocedores de sus obras, sólo decirles que —como siempre, como me pasa a mí cada vez que penetro en sus libros— será como volver a encontrar ese paraíso perdido que siempre fue nuestra niñez y nuestros juegos infantiles. A aquellos que se animen por vez primera a adentrarse en los luminosos caminos de la prosa de Chesterton les aseguro que aburrimiento y decepción son vocablos prohibidos. Con la lectura de Chesterton uno siempre se siente transportado a un mundo inocente, claro, azul y nítido que ya creía olvidado. Sé que mi admirado autor nunca pretendió ni intentó cambiar el mundo con sus escritos: se conformó con hacernos a sus lectores la vida mucho mejor. Y lo consiguió con creces.

Gilbert Keith Chesterton
El hombre vivo, 
Ed. Valdemar, 300 páginas.