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sábado, 30 de septiembre de 2017

EL VIAJERO ABSURDO, de José Guix

RISAS SERIAS, REFLEXIONES ABSURDAS


José Guix nos invita a contemplar el mecanismo sobre el que se asienta la Humanidad… y a reírnos de su seriedad absurda


       Lo cierto es que no soy muy dado a leer libros de relatos porque prefiero la tensión sostenida, la carrera de fondo o medio fondo antes que el relámpago breve, el latigazo agudo. Sin embargo, hay ocasiones en las que me decanto por este subgénero narrativo y me “zampo” un libro de cuentos. No es baladí el empleo del verbo entrecomillado, porque eso es exactamente lo que ha ocurrido en esta ocasión.

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      El viajero absurdo, la propuesta inteligentemente humorística de José Guix (Valencia, 1975), es uno de esos libros que es imposible dejar de leer, aunque la razón te sugiera que es mejor dosificarlo, saborear cada uno de los bocados exquisitos que lo componen y no atiborrarte de una sentada.

      El volumen lo forman 31 relatos de extensión diversa, pero siempre breve. Claro está que algunos de ellos se asemejan a un chiste alargado, que otros obedecen, sin duda, a aquello que los ingleses llaman “inside joke”, es decir, un chascarrillo coyuntural y que solo entiende un grupo seleccionado de personas que comparten las mismas vivencias. Pero estas deficiencias —que son perdonables al tratarse del primer libro publicado por el autor— son claramente superadas por las bondades de un volumen que uno desea, una vez concluido, volver a releer, picoteando de un relato a otro, relamiéndose con las ocurrencias del autor y las peripecias y vicisitudes que afronta su protagonista, Tuz Kutimon (pronúnciese como palabra llana).

       Todas la historias están escritas en primera persona y narradas a través del punto de vista del tal Kutimon, que se autodefine como loco desde la primera línea del libro: «El día en que me volví loco, cuando el médico de la cabeza me dijo que mi azotea estaba considerable e irremisiblemente deteriorada, se me cayó el alma a los pies con tan mala suerte que tropecé con ella, la pisé y me fui de bruces contra el suelo». Afirmaba Hemingway que la primera oración de una historia debe marcar el ritmo y el tono a seguir; como buen alumno, José Guix regala al lector este primer enunciado que nos advierte y previene de lo que vamos a encontrar en el centenar de páginas siguientes: un humor sin complejos; juegos idiomáticos y disquisiciones léxicas que cuestionan nuestra aprehensión del mundo; crítica soterrada bajo la descripción de acciones desternillantes, descacharrantes, estrambóticas y descabelladas que muy bien pueden ser tildadas de surrealistas. El poeta René Daumal, al definir el Surrealismo, decía que “había que llevar la evidencia hasta el absurdo”. La propuesta de José Guix se guía, con éxito, por esta premisa. A todo ello, además, hay que añadir finales truncados que tienen en el fondo muy mala leche, pues nos dejan con una sonrisa, pero también sumidos en la ignorancia de los cuentos sin concluir; finales pretendidamente estrambóticos que o bien enlazan con otros relatos anteriores y posteriores, o bien rompen el clímax del cuento y añaden una nota discordante que siembra en nuestras mentes la semilla de la reflexión.

Resultado de imagen de el viajero absurdo jose guix      Confieso que durante la lectura no he podido dejar de pensar en Los viajes de Gulliver que Swift utilizara para fustigar los vicios de sus contemporáneos; en la cara de sorpresa continua del protagonista de Brazil, la película de Gilliam; en los diálogos marxistas (por los hermanos Marx, claro) que tanto me han hecho reír; en las peripecias en que Brecht sumergió a su señor Keuner; en algunos relatos humorísticos de Poe en donde los cuerdos eran locos y viceversa; en las disquisiciones de Pascal en torno al comportamiento humano y el entretenimiento; en el innominado detective lunático de Eduardo Mendoza; en el mundo soñado de Descartes. Pero sobre todo en la sensación de estar disfrutando de una revisión humorística, y nada pretenciosa, de El Principito y sus viajes… porque sí, será todo lo lírico que se quiera (y más), pero no me negarán que, en ocasiones, el muchachito y su narrador resultan un poco repelentes y un mucho cargantes.

      Kutimon, el protagonista de El viajero absurdo, se erige como una especie de filósofo con retranca y sarcasmo, que bajo el relato de alocadas e irreales (o su contrario: surreales) aventuras pone en solfa algunas de las “verdades” de la vida y nos muestra su mecanismo.

    
     Concluyendo: todo un goce para los buenos aficionados a la literatura.

José Guix,

El viajero absurdo,

Ediciones Oblicuas, 2017. 115 páginas

sábado, 23 de septiembre de 2017

EL SECRETO DE ORCELIS, de Manuel Mira Candel


Resultado de imagen de el secreto de Orcelis     Dándole la vuelta al conocido adagio, podemos asegurar que no hay novela buena que no contenga algo malo. El secreto de Orcelis (Premio Azorín de Novela 2004) de Manuel Mira (Orihuela, 1945) es un ejemplo paradigmático de ello: si en conjunto podemos considerarla como una novela aceptable y bien escrita, no por ello debemos dejar de señalar ciertos altibajos en su desarrollo, sobre todo en las primeras páginas, las cuales se nos presentan demasiado farragosas, repetitivas.
     

        En Apostillas a El nombre de la rosa Umberto Eco argumentaba que cada autor debe elegir y seleccionar a su lector modelo: una complicación o un desarrollo lento en las páginas iniciales supone una criba que delimita el número de lectores que se verán agraciados con el regalo posterior. Algo similar parece desprenderse de la novela de Manuel Mira: el primer capítulo se muestra repetitivo, exigente en demasía (sobre todo en las escenas que tienen lugar en el avión); situación que se relaja un poco en el segundo capítulo, pero que aún así presenta una acción demasiado diluida, rebajando la tensión que debería transmitir al lector.
Pero una vez superado este escollo hemos de admitir que la novela no defrauda.
        
       La obra, compuesta de seis extensos capítulos, está narrada en primera persona. No obstante el narrador y protagonista, Teodomiro Arango, recupera testimonios (mediante cartas, diálogos y grabaciones) de otros personajes; de tal modo que la novela contiene múltiples perspectivas: la focalización se rompe y se convierte en un mosaico. Cada personaje pone su pequeña piedrecita; el narrador será quien en última instancia —como un artesano— las una todas para confeccionar la obra de arte. Antes de entrar en el quirófano, donde le será realizada una delicada operación coronaria, el escritor Teodomiro Arango pasa revista a una vida regida por una obsesión: las tribulaciones de su abuelo, don Bartolomé Arango, desde que la suerte navideña decidió convertirlo en millonario a principios del siglo XX hasta su muerte en 1949. Una vida repleta de sobresaltos y ocultada por el silencio de la familia, que la consideró deshonrosa. A través de la reconstrucción que realiza su nieto vamos comprendiendo y descubriendo esa supuesta vida poco honesta del abuelo.

     La narración va alterando el pasado del homenajeado con el presente del narrador, temeroso y dubitativo ante la operación inminente. Al final el secreto del título nos es desvelado y comprendemos que, como ya dijo Pascal, el proceso de la caza siempre fue más interesante que la pieza cobrada. El milenario recurso del amor es el arcano oculto que se nos revela. Pero también comprendemos que en ese proceso, en esa búsqueda de datos, el propio narrador se ha definido como persona. Ejemplos de este tipo de novela-búsqueda son múltiples en la literatura española de las últimas décadas: desde Beatus Ille de Muñoz Molina hasta La gran ilusión de Sánchez Ortiz, pasando por El expediente del náufrago de Luis Mateo Díez. La novela de Manuel Mira es una muestra más de este tipo de ficción que, desde luego, no desmerece de sus antecesoras.

Resultado de imagen de manuel mira candel      La constante referencia a un cuadro (como ocurriera en El jinete polaco de Muñoz Molina) que perteneció al abuelo Arango sirve de leit-motiv y excusa para la reconstrucción de una vida intensa y, de pasada, el homenaje a una ciudad. A nadie escapa que bajo el topónimo ficticio de Orcelis se oculta Orihuela. No es práctica inusual en la literatura. Basta recordar la Vetusta de Clarín (Oviedo), Yécora de Baroja (Yecla), Mágina de Muñoz Molina (Úbeda) o la propia Orihuela, a la que Gabriel Miró convirtió en Oleza. Evidentemente el autor no pretende engañar a nadie: es su capacidad para crear ficciones lo que reivindica al utilizar este mecanismo literario. Bautizar con un nombre nuevo a una localidad es también dotarla de un nuevo rostro: ya no es necesario describir ni retratar detalladamente los lugares y las personas de la urbe en un afán realista y verídico. La libertad de movimientos es, entonces, mucho mayor. Y el lector lo agradece.


     La novela es también un homenaje, o si se prefiere, una deuda familiar que (suponemos) necesitaba ser saldada. De un modo u otro, todos (lectores, personajes y autor) tenemos nuestras cuentas pendientes; novelas como esta nos lo recuerdan, afortunadamente.

Manuel Mira Candel,
El secreto de Orcelis,  Planeta, Barcelona. 370 páginas.